Su mirada se perdía entre el abismo que atisbaba a sus pies y la tierra que se engrandecía por lo alto de su cabeza.
Amely siempre había destacado entre la multitud, pero no para bien.
Su vitiligo hacía de ella un ser único y especial al que todos tomaban por leprosa en la escuela, sumando a ello su heterocromía que le otorgaba un ojo de color azul y otro violeta.
Violeta, como los hematomas que emergieron de su cuerpo como estigmas y castigo por ser un ser divino que no albergaba maldad ninguna, pues era amable, atenta, cariñosa y risueña, hasta que ennegrecieron su alma fruto de la violencia infantil si, así pues, queremos llamarlo.
Pensó en dejarse caer, lo deseo con todas sus fuerzas, pero qué extraño sería morir a la temprana edad de doce años, pero bien sabia que la muerte sería rápida, una caída limpia a trescientos metros de altura, sería un choque limpio, quizá dolería durante una milésima de segundo hasta terminar con todo sufrimiento.
Pero era extraño, pues Amely también sintió el deseo de subir por aquel muro de tierra y piedra por donde habían despeñado su frágil y pequeño cuerpo.
Ese mismo cuerpo que ahora vivía entumecido y sudoroso por la adrenalina y mil químicos más que recorrían su cerebro a modo de supervivencia.
Amely giró levemente su cara y observo como de su hombro derecho emergía un reguero de abundante sangre, debió cortarse en algún momento antes de quedar atrapada entre el vacío.
No sentía dolor físico y aun así podía apreciar que la herida era profunda, de unos diez centímetros de largo.
Sin duda quedaría cicatriz.
Agudizo el oído tras el alboroto, había personas discutiendo enfurecidamente, culpándose los unos a los otros, y tras los gritos la inocencia de Amely se iba quebrando cada vez más y más.
Recordó que los demás niños jamás la trataron bien, Amley llevaba bien los golpes y resistía valientemente el maltrato físico de sus agresores, pero también el agresor agrede sin manos y estas son las heridas más dolorosas que jamás existieron en la vida como tal.
Amely sintió morirse día a día, quiso hacerlo, imploro por ello, pues tal sufrimiento era agotador y bien lo sabía su almohada, la cual era su única amiga en aquella jungla de cemento.
Observo tendida allí, las enormes raíces de los árboles, eran fuertes, grandes y largas, podrían soportar su peso y con algo de suerte, quizá pudiese salir, pudiese trepar entre ellas hasta por fin alcanzar la superficie.
Así fue, pues, como meció su pequeño cuerpo, siendo consciente de que tal acto podía hacer que las bisagras cediesen lanzándola por el precipicio.
Amely tuvo ese valor, el valor de aceptar su propia muerte mientras intentaba sobrevivir.
Con cada balanceo emergían gemidos de esfuerzo de su garganta, mientras alargaba su brazo izquierdo para alcanzar aquellas raíces que la ayudarían a trepar. Meció su cuerpo agresivamente hasta alcanzar la raíz más fuerte que halló, posó uno de sus pies en la pared rocosa, fue tal la fuerza que Amely emprendió que su ropa se rasgó dejándola sin sujeción alguna.
Allí se encontraba, luchando por su vida, cada músculo, tendón y hueso, haciendo un máximo de esfuerzo inhumano.
La suma de la adrenalina, la ira y la rabia acumulada.
Habían intentado matarla, la habían tirado cuál bolsa de basura, la habían humillado y herido y ahora ya no era niña, ya no había inocencia, con cada paso dado y cada raíz alcanzada llego por fin a la superficie, exhausta.
Allí tendida tuvo una magnífica vista del cielo, se había oscurecido y una ventisca había despertado avecinando las primeras lluvias de otoño.
No supo el tiempo transcurrido allí, las horas en las que su espalda seguía en contacto con la arena húmeda del lugar, pero recordó las clases de religión en el colegio.
Siempre la habían hecho creer en un dios y en un bien, y ahora ella estaba dudando de todo, pues, solo quería un mal y un demonio.
Ajena a sus estudios, Amely estudiaba latín y los pueblos indígenas, para ella eran muchísimo más místicos y verdaderos que lo que se le intentaba vender para tan temprana edad.
Una gota fría la despertó de su letargo con el pensamiento más hostil “el demonio fue Ángel y se le castigó por revelarse”.
Justamente aquello era lo que Amely soñaba y sentía que debía hacer en aquel momento.
No podía ni quería dejar escapar a sus agresores. Ella era pequeña y las fuerzas se habían esfumado después de sobrevivir a tal intento homicida.
Todo le parecía una locura, ¿De verdad iba a invocar a un demonio? Le iba a pedir un favor a Lucifer? Fuera como fuese, ella ya no tenía alma y se lo repetía constantemente.
“Mi angelum meum luciferum invoco te ad finem ingentis iniustitiae, vade illis angelum meum”
No fue tanto lo que dijo Amely sino el modo en el que lo dijo, un modo abandonando su cuerpo a merced de la naturaleza, del bien y del mal.
Junto a un habla entre un largo suspiro, como si su alma se diluyese junto a aquel aire que salía de sus pulmones.
La tierra tembló, los agresores echaron a correr en dirección a Amely aunque ella aún vivía ajena a todo lo que iba a ocurrir, de la misma manera que ellos.
Pensó que sería un leve terremoto sin más, pero escuchó de fondo el horror y el pánico en aquellas asquerosas voces, sí, estaba segura, eran las mismas voces que estaban discutiendo, las mismas que habían intentado matarla. Amely se levantó del suelo lo más rápido que pudo, pero ni unos ni otros pudieron esquivarse.
— ¡TÚ! ¡Se supone que… deb… deberías estar muerta!
El horror de horrores, ¿iban a volver intentar matarla? ¿qué se supone que se debe hacer en estos momentos?, ¿luchar o huir? Sería una lucha injusta, cinco contra uno, sin duda no era un igual.
— Dime, ¿por qué la piccola ragazza debería estar muerta?
Cuando todos giraron la cara para ver la procedencia de aquella voz masculina, se encontraron con un ser de otro mundo. Una bestia de unos 3 metros de altura, su piel parecía quemada, pero humana y aun así era bello, sus ojos de un color verde claro resultaban intimidantes, algo había tras ellos.
No había pezuñas, pero sí garras de unas manos enormes, de su cabeza brotaba un espléndido bello oscuro con algún rizo, su cuerpo era musculoso, se notaba cada paso y cada respiración en él y en su espalda dos heridas, profundas, sangrantes, parecían recientes pero iguales, y entonces Amely lo entendió.
Era él, Lucifer, el Ángel caído, el demonio al que le había implorado por una venganza y que ahora se hallaba allí, en mitad de aquel bosque, en lo que hacía ya tiempo era más que una pelea entre niños.
De pronto el bosque cobró vida, árboles, ramas y enredaderas inmovilizaron a los 5 pequeños homicidas.
De un manotazo Lucifer hizo en el suelo un perfecto agujero como para que aquellos abusones no tocasen el suelo y de ese modo solo es bosque, pudiese ser quienes los custodiara.
Amely observaba aquella escena, no con temor ni con rabia.
Una pequeña lágrima se arrojó por sus mejillas con gran pesar y fue su demonio quien se dio cuenta y a quien aquella lágrima le dolió también.
— Mi piccola, no llores.
— ¿Eres Lucifer verdad? - El demonio asintió lentamente con la cabeza y agarro tiernamente la mano de Amely como si de un padre se tratase.
— Esattamente, mi nombre es Lucifer y soy el príncipe de las tinieblas, aunque una bella piccola como tú eso ya lo sabe da que me has llamado. Sei molto coraggioso.
— ¿Por qué hablas así?
— Llevo siglos viviendo en Italia donde está mi noveno infierno. ¿Tienes miedo? ¿estás asustada?
— ¿Qué va a pasar? ¿Por qué la gente es tan mala conmigo? - Amely no pudo aguantar más sus lágrimas y sin miedo alguna se abalanzó en busca de un abrazo, del abrazo del mismísimo Lucifer.
Las enormes garras de Lucifer rodearon a la pequeña, él había sido humano y había sentido aquellos sentimientos.
Sabía como se sentía y sabía perfectamente lo que debía hacer.
— Bambina en este mondo hay gente buena y gente mala, tú lo has dado todo sin pedir nada. Eres un anima brillante y transparente, innocente, pero a la vez eres forte ¿entiendes? Mia piccola dime una palabra y yo lo haré realtà. Amely has dado tu anima innocente por sopravvivere, yo no soy tu diavolo, ni nadie. Nosotros somos tus angelo, ¿comprende?
Amely secó sus lágrimas y comprendió que no estaba sola, que no iban a matarla y que sí, el diablo y todo su séquito la protegerían por haber dado su alma sin pedirla, regalándola como si no tuviese valor.
— Lucifer, quiero venganza. Quiero que sufran como yo he sufrido, quiero que lloren como yo he llorado, quiero….
— Shhh! Bambina está concedido, démosle paso al tempo ¿sí?
Lucifer le dio a entender a Amely que el mayor sufrimiento lo obtendrían con el paso del tiempo, la perdida de seres queridos, las desgracias de sus vidas.
No debía manchar sus inocentes manos con maldades para saciar su venganza, y así lo hizo.
Han pasado 3 meses desde aquel tropiezo con el demonio en el bosque, nadie sabe nada de Amely, unos cuentan que era una bruja como ya decían, otros que la mataron. La realidad es, que ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos, y en la inocencia de una niña y la maldad de un demonio también existen mundos y felicidad.